Un viernes 20 de enero de 1835 a las 6 de la mañana, el Volcán Cosigüina comenzó a echar un hilo de humo que se perdió entre las nubes que mantenían cobijado el cono del volcán por su enorme altura, que se calculaba en unos dos mil metros sobre el nivel del mar. Una hora después se sintieron los primeros retumbos, seguidos de temblores.
Los animales comenzaron la huida ahí iban las bandadas de aves, las manadas de venados, jabalíes y coyotes, los jaguares, pumas y dantos y toda clase de animales que se mezclaba con el ganado de la zona, que huía sin rumbo.
A las 11 de la mañana su explosión estremeció a toda Centroamérica, el cielo de Chinandega, El Salvador y Honduras se oscureció completamente.
Tres días duró la erupción: el primer día por la presión de los gases voló el taponazo, lanzando grandes piedras hacia el Océano Pacífico, donde quedaron promontorios de rocas, llamados islas Farallones que cerraron un poco la boca del Golfo de Fonseca.
El segundo día siguió arrojando humo, piedras y cenizas, que llegaron hasta Ecuador.
El tercer día los bordes de aquella inmensa boca se desplomaron con grandes estruendos, unos cayeron afuera y otros dentro del cráter.
Las piedras pómez que arrojó en esos días flotaron hasta Colombia. En esos días Oaxaca en México y algunas islas del Caribe se cubrieron de sombras por las cenizas lanzadas por el volcán, de ahí que se le llamó el año del polvo.
Relatos de aquella época, recogidos en “Historia de la Federación de la América Central”, cuentan que: ”llegó a causar las tinieblas más completas, de modo que fue indispensable encender velas y hachones para ver a medio día, pues sin luz artificial era imposible verse la palma de la mano, y las personas se tropezaban unas con otras al circular por las calles”.
“Los fieros tigres llenos de mansedumbre, y los huraños venados, perdida la timidez, se llegaban a las poblaciones en busca de la luz de los hachones…”
“En Nacaome, lugar de Honduras situado al norte del Cosigüina, los habitantes vieron en la oscuridad del cielo ”vislumbres colorantes”, con lo que creyeron atemorizados que podía incendiarse la atmósfera”.
Después de la erupción, muchas personas perecieron de dolores de garganta, tos, catarros y disentería; la península quedó destruida, el ganado cimarrón y de crianza quedó sepultado bajo toneladas de arena y ceniza.
El poco ganado que se salvó fue arreado por sus dueños hacia las haciendas y encierros, ubicados en los pueblos vecinos, que tuvieron la suerte de salvarse, porque el Cosigüina lanzó su vómito de fuego hacia el Océano Pacífico.
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